26/12/18

Historia corta: "La dulce espera".

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Hacía frío… era de uno de esos fríos helados de la época de invierno. El viento, el viento me helaba la cara al atravesarlo.
Estábamos todos en la misma, parecía una reunión de consorcio a la intemperie. Esperábamos afuera, parecíamos un grupo, sin embargo cada uno estaba en su propio mundo, su propia isla, su propio mambo. 

Se me habían helado las manos, saqué mis guantes del bolso, no sentía los dedos aunque los moviera a un ritmo desesperado.
Vi  de nuevo a la multitud, unas veinte personas agolpadas alrededor del local, todas con una misión parecida  y con una historia diferente detrás.
Una señora se sentó sobre el umbral de una ventana. Aprovechaba  los pocos rayos de sol que el invierno y el cielo nublado dejaban llegar a los simples mortales.
“¿Por qué no se me ocurrió?”, pensé, y envidié la posición estratégica que la mujer había adoptado. 

Todos esperábamos, una señora que recién llegaba saludó con un “hola”  tibio que nadie le contestó. Cada uno seguía  en su historia, en su espera, revisando inútilmente cada dos minutos su celular.
Más personas llegaban. Nunca me gustó el amontonamiento de gente, me ahogaba, me generaba  paranoia.
Un señor salió del local y por unos segundos se vio el triunfo en su rostro que poco a poco se fue desvaneciendo conforme se alejaba de nosotros.
No había  saludos de bienvenidas, ni despedidas estridentes, todo era en un idioma mudo, hablado con la mirada. El mirarse era entender el desasosiego por esa espera eterna.
Una mujer frenó en la puerta del local con un cochecito, miró hacia adentro y siguió  su camino desconcertada. 

Una señora de unos 70 años  se encontró con la que se había sentado en el lugar donde daba el solcito. Parecían amigas. “¿Hace cuánto que estás esperando?”, le dijo la recién llegada. La mujer que estaba sentada hablaba  bajito y no le entendí  la respuesta. Luego siguieron cuchicheando, pero abandoné la clase práctica de lectura de labios cuando mi celular vibró en uno de los bolsillos de mi campera. 

Palpé cada uno de ellos, y para darle más dramatismo al momento, mi celular estaba en el último que revisé. Un WhatsApp de una persona preguntando en un grupo el horario de una clase. Todas mis expectativas se habían resumido en un mensaje salvador que me sacara de esa espera que por momentos se tornaba angustiante y aburrida.
Las personas continuaban en el mismo lugar, algunos movían lentamente sus cuerpos para atravesar mejor ese frío invernal. Una señora mayor salió del local con la mirada gacha y a paso lento aferrándose a su bastón. 

Tengo hambre, no había mirado la hora en mi celular pero deducí  por la altura del sol que el mediodía está terminando.
Inmediatamente después de ese pensamiento, me cuestioné  por qué me ponía  a deducir ese tipo de cosas. 

Mi panza rugió como una bestia iracunda. Traté de pensar en otra cosa y vi a un señor acercarse al local. Un poco espantado, se alejó luego de mirar hacia adentro.
Las señoras amigas seguían charlando, supongo que poniéndose al día con los chismes del barrio. Porque eso es lo que hacen las señoras grandes ¿no? Porque eso es lo que pasa en un pueblo ¿no?

Mi panza seguía dando señales de vida hasta en códigos inimaginables. Miré  a las personas a mi alrededor e intenté  pensar en sus vidas, en cómo eran, qué hacían. Me inventé  historias de mis compañeros de espera.
Por ejemplo, vi  a una chica de pelo castaño, y ojos color miel, llevaba un pantalón de ejercicio puesto y una campera con un cierre hasta la nariz. Debía tener unos 17 años y recién salía de la clase de gimnasia. 
 Pensé  que era una historia demasiado insulsa e infantil, pensé en el hambre que tenía y que estaba afectando a mi sistema nervioso central. 
 
Volví  a mirar a mis compañeros de viaje, de espera. Parecía que todos estábamos en un velatorio, que inconscientemente  dejábamos morir el tiempo estando en ese lugar.
Miré el celular: las  2 de la tarde, no sabía cuánto tiempo hacía que estaba allí, esperando.  Tenía hambre, frío y aburrimiento: el peor flagelo de los tres.
Estaba al borde de la esquizofrenia, y empecé a leer algunos cartelitos escritos a mano y pegados con cinta de papel en una de las ventanas del local. Necesitaba  mantenerme en el plano de lo real: “Vendo chulengo. Excelente estado. Tratar al lado”, “Mari Costurera. Call…” (el papel estaba arrancado), “Carlos. Trabajos en Carpintería. Calle Pergamino al 2500”. 

No quise leer más, la vidriera del local parecía un enorme tablero de clasificados y si aparecía un anuncio de comida, no resistiría mucho más allí.  
La señora que se había sentado al solcito del invierno, se levantó de su lugar. Estaba por abandonar  el barco. Se rendía. Se daba por vencida.  Le cedió uno de sus  brazos a su amiga y se fueron caminando hacia la derecha. 

Empecé a pensar en ese lugar privilegiado que había dejado vacante la señora, pensé en dejárselo a alguien más, pensé en ir a sentarme yo, total yo lo había visto primero. Cuando me decidí a ir a por ese asiento, la chica de la campera hasta la nariz, estaba ya habituándose a la comodidad de su nuevo lugar de espera.
Me odié por pensar tanto, me odié por no haber conectado un par de neuronas a mis piernas unos segundos antes. 

El frío y el hambre se hicieron un poco más insoportables. La espera ya me había agotado.  El cansancio había llegado a todo mi cuerpo. Me pesaba. De repente, me dieron ganas. De repente, me dieron ganas de hacer pis. Al panorama desfavorable de antes, se le sumaba el llamado inoportuno de la naturaleza.
Miré a las demás personas, más por un acto de distracción que para buscar alguna mirada salvadora. 

A continuación me puse a pensar los pormenores de la situación: “Y claro, con este frío, cómo no me van a dar ganas de hacer pis”, “¡Por qué no hice antes de salir!”, “¿Aguantaré?”,  “De última tiro el agua de la botella que tengo en la mochila, me alejo un poco y hago ahí”. Elucubraciones, conspiraciones que lo único que lograban era hacer que me dieran más ganas de ir al baño. 

La chica de la campera hasta la nariz, me miró por un segundo. Notó el sufrimiento en mis ojos, pero volteó la cabeza rápidamente, y continuó con su sesión solar de invierno.
Un chico joven salió del local dando grandes pasos, cómo si así fuese capaz de recuperar el tiempo que había perdido en ese lugar.
Me acerqué al vidrio, miré hacia adentro, y mi vejiga lanzó una alarma. No podría aguantar mucho tiempo más. 

En ese momento comencé a desesperarme, como quién se desespera de verdad, como quién necesita ir al baño y no tiene uno a mano.
Me puse mis auriculares en los oídos y empecé a hacer un vaivén lento, para disimular mi estado de alerta general.
Me empezaron a sudar las manos a través de los guantes. De pronto el frío ya no era tan cruel, o despiadado. Mi cara empezó a calentarse y tornarse rojiza.
Miré alrededor y todo continuaba normalmente, cada persona, cada ser humano en ese perímetro continuaba allí  en su propio mundo, en su propia historia, en su propio letargo esperador, como siempre, como antes.  

Me percaté en ese instante, de que debía tomar una decisión crucial: ¿Abandonaba la misión o me quedaba y luego tendría que conseguirme otro par de riñones?
Pensé, pensé mucho, pensé demasiado.  La transpiración fría caía por mi espalda y por sobre mi ropa cada vez que mi vejiga arremetía con otra de sus alarmas.
En el medio de toda esa implosión emocional, sonó un timbre, un timbre milagroso, un timbre salvador. 

Me acerqué de nuevo a la ventana de aquel lugar,  improvisando un baile imperceptible y observé el milagro: había llegado mi hora.
Miré ese papel minúsculo y todo arrugado por los estrépitos que había pasado durante tanto tiempo y comprobé que era el mismo que rezaba en el tablero de adentro.
Irrumpí  en el local con una fuerza digna de un dios, me acerqué al mostrador y con la más calmada de las voces, saludé a la empleada y  le indiqué: “Vengo a pagar la factura de mi teléfono”. 

Le di el papel lleno de impuestos a través del vidrio.  Las alarmas de mi vejiga ya no eran tan peligrosas, incluso quería bailar de verdad.
La empleada finalmente me entregó el papel con el ticket correspondiente, saludé a los que allí continuaban con la espera y salí hacia la calle.
Miré por última vez a mis compañeros, que seguirían allí un tiempo más. La chica de la campera con el cierre hasta la nariz me vio con cierto desdén y allí ensayé la mejor sonrisa de cinismo que pude. 

A continuación, me di la vuelta y salí corriendo hacia otra aventura, una que por supuesto tuviera un baño disponible, sin ningún tipo de espera salada, amarga o dulce.

1 comentario:

  1. Buenísimo Jonhy !!!☺️ Jejeje me reí en varias oraciónes jejeje

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