Hacía frío… era de uno
de esos fríos helados de la época de invierno. El viento, el viento me helaba
la cara al atravesarlo.
Estábamos todos en la
misma, parecía una reunión de consorcio a la intemperie. Esperábamos afuera,
parecíamos un grupo, sin embargo cada uno estaba en su propio mundo, su propia
isla, su propio mambo.
Se me habían helado las
manos, saqué mis guantes del bolso, no sentía los dedos aunque los moviera a un
ritmo desesperado.
Vi de nuevo a la multitud, unas veinte personas
agolpadas alrededor del local, todas con una misión parecida y con una historia diferente detrás.
Una señora se sentó sobre
el umbral de una ventana. Aprovechaba los pocos rayos de sol que el invierno y el
cielo nublado dejaban llegar a los simples mortales.
“¿Por qué no se me
ocurrió?”, pensé, y envidié la posición estratégica que la mujer había adoptado.
Todos esperábamos, una
señora que recién llegaba saludó con un “hola” tibio que nadie le contestó. Cada uno seguía en su historia, en su espera, revisando
inútilmente cada dos minutos su celular.
Más personas llegaban. Nunca me gustó el amontonamiento de
gente, me ahogaba, me generaba paranoia.
Un señor salió del
local y por unos segundos se vio el triunfo en su rostro que poco a poco se fue
desvaneciendo conforme se alejaba de nosotros.
No había saludos de bienvenidas, ni despedidas
estridentes, todo era en un idioma mudo, hablado con la mirada. El mirarse era
entender el desasosiego por esa espera eterna.
Una mujer frenó en la
puerta del local con un cochecito, miró hacia adentro y siguió su camino desconcertada.
Una señora de unos 70
años se encontró con la que se había sentado en el lugar donde daba el solcito.
Parecían amigas. “¿Hace cuánto que estás esperando?”, le dijo la recién
llegada. La mujer que estaba sentada hablaba bajito y no le entendí la respuesta. Luego siguieron cuchicheando,
pero abandoné la clase práctica de
lectura de labios cuando mi celular vibró en uno de los bolsillos de mi
campera.
Palpé cada uno de
ellos, y para darle más dramatismo al momento, mi celular estaba en el último
que revisé. Un WhatsApp de una persona preguntando en un grupo el horario de
una clase. Todas mis expectativas se habían resumido en un mensaje salvador que
me sacara de esa espera que por momentos se tornaba angustiante y aburrida.
Las personas
continuaban en el mismo lugar, algunos movían lentamente sus cuerpos para
atravesar mejor ese frío invernal. Una señora mayor salió del local con la
mirada gacha y a paso lento aferrándose a su bastón.
Tengo hambre, no había
mirado la hora en mi celular pero deducí por la altura del sol que el mediodía está
terminando.
Inmediatamente
después de ese pensamiento, me cuestioné
por qué me ponía a deducir ese
tipo de cosas.
Mi panza rugió como
una bestia iracunda. Traté de pensar en otra cosa y vi a un señor acercarse al
local. Un poco espantado, se alejó luego
de mirar hacia adentro.
Las señoras amigas seguían
charlando, supongo que poniéndose al día con los chismes del barrio. Porque eso
es lo que hacen las señoras grandes ¿no? Porque eso es lo que pasa en un pueblo
¿no?
Mi panza seguía dando
señales de vida hasta en códigos inimaginables. Miré a las personas a mi alrededor e intenté pensar en sus vidas, en cómo eran, qué hacían.
Me inventé historias de mis compañeros
de espera.
Por ejemplo, vi a una chica de pelo castaño, y ojos color
miel, llevaba un pantalón de ejercicio puesto y una campera con un cierre hasta
la nariz. Debía tener unos 17 años y recién salía de la clase de gimnasia.
Pensé que era una historia demasiado insulsa e
infantil, pensé en el hambre que tenía y
que estaba afectando a mi sistema nervioso central.
Volví a mirar a mis compañeros de viaje, de espera.
Parecía que todos estábamos en un velatorio, que inconscientemente dejábamos morir el tiempo estando en ese
lugar.
Miré el celular: las 2 de la tarde, no sabía cuánto tiempo hacía que
estaba allí, esperando. Tenía hambre,
frío y aburrimiento: el peor flagelo de los tres.
Estaba al borde de la
esquizofrenia, y empecé a leer algunos cartelitos escritos a mano y pegados con
cinta de papel en una de las ventanas del local. Necesitaba mantenerme en el plano de lo real: “Vendo
chulengo. Excelente estado. Tratar al lado”, “Mari Costurera. Call…” (el papel
estaba arrancado), “Carlos. Trabajos en Carpintería. Calle Pergamino al 2500”.
No quise leer más, la
vidriera del local parecía un enorme tablero de clasificados y si aparecía un
anuncio de comida, no resistiría mucho más allí.
La señora que se
había sentado al solcito del invierno, se levantó de su lugar. Estaba por
abandonar el barco. Se rendía. Se daba
por vencida. Le cedió uno de sus brazos a su amiga y se fueron caminando hacia
la derecha.
Empecé a pensar en
ese lugar privilegiado que había dejado vacante la señora, pensé en dejárselo a
alguien más, pensé en ir a sentarme yo, total yo lo había visto primero. Cuando
me decidí a ir a por ese asiento, la chica de la campera hasta la nariz, estaba
ya habituándose a la comodidad de su nuevo lugar de espera.
Me odié por pensar
tanto, me odié por no haber conectado un par de neuronas a mis piernas unos
segundos antes.
El frío y el hambre
se hicieron un poco más insoportables. La espera ya me había agotado. El cansancio había llegado a todo mi cuerpo.
Me pesaba. De repente, me dieron ganas. De repente, me dieron ganas de hacer
pis. Al panorama desfavorable de antes, se le sumaba el llamado inoportuno de
la naturaleza.
Miré a las demás
personas, más por un acto de distracción que para buscar alguna mirada
salvadora.
A continuación me
puse a pensar los pormenores de la situación: “Y claro, con este frío, cómo no
me van a dar ganas de hacer pis”, “¡Por qué no hice antes de salir!”, “¿Aguantaré?”, “De última tiro el agua de la botella que
tengo en la mochila, me alejo un poco y hago ahí”. Elucubraciones,
conspiraciones que lo único que lograban era hacer que me dieran más ganas de
ir al baño.
La chica de la
campera hasta la nariz, me miró por un segundo. Notó el sufrimiento en mis ojos,
pero volteó la cabeza rápidamente, y continuó con su sesión solar de invierno.
Un chico joven salió
del local dando grandes pasos, cómo si así fuese capaz de recuperar el tiempo
que había perdido en ese lugar.
Me acerqué al vidrio,
miré hacia adentro, y mi vejiga lanzó una alarma. No podría aguantar mucho
tiempo más.
En ese momento
comencé a desesperarme, como quién se desespera de verdad, como quién necesita
ir al baño y no tiene uno a mano.
Me puse mis auriculares
en los oídos y empecé a hacer un vaivén lento, para disimular mi estado de
alerta general.
Me empezaron a sudar
las manos a través de los guantes. De pronto el frío ya no era tan cruel, o
despiadado. Mi cara empezó a calentarse y tornarse rojiza.
Miré alrededor y todo
continuaba normalmente, cada persona, cada ser humano en ese perímetro
continuaba allí en su propio mundo, en
su propia historia, en su propio letargo esperador, como siempre, como antes.
Me percaté en ese
instante, de que debía tomar una decisión crucial: ¿Abandonaba la misión o me
quedaba y luego tendría que conseguirme otro par de riñones?
Pensé, pensé mucho,
pensé demasiado. La transpiración fría
caía por mi espalda y por sobre mi ropa cada vez que mi vejiga arremetía con
otra de sus alarmas.
En el medio de toda
esa implosión emocional, sonó un timbre, un timbre milagroso, un timbre
salvador.
Me acerqué de nuevo a
la ventana de aquel lugar, improvisando
un baile imperceptible y observé el milagro: había llegado mi hora.
Miré ese papel
minúsculo y todo arrugado por los estrépitos que había pasado durante tanto
tiempo y comprobé que era el mismo que rezaba en el tablero de adentro.
Irrumpí en el local con una fuerza digna de un dios,
me acerqué al mostrador y con la más calmada de las voces, saludé a la empleada
y le indiqué: “Vengo a pagar la factura
de mi teléfono”.
Le di el papel lleno
de impuestos a través del vidrio. Las
alarmas de mi vejiga ya no eran tan peligrosas, incluso quería bailar de
verdad.
La empleada
finalmente me entregó el papel con el ticket correspondiente, saludé a los que
allí continuaban con la espera y salí hacia la calle.
Miré por última vez a
mis compañeros, que seguirían allí un tiempo más. La chica de la campera con el
cierre hasta la nariz me vio con cierto desdén y allí ensayé la mejor sonrisa
de cinismo que pude.
A continuación, me di la vuelta y salí
corriendo hacia otra aventura, una que por supuesto tuviera un baño disponible,
sin ningún tipo de espera salada, amarga o dulce.
Buenísimo Jonhy !!!☺️ Jejeje me reí en varias oraciónes jejeje
ResponderBorrar