García sintió el
vapor del café en su cara. Estaba con su auto estacionado a metros del lugar
donde Mariano tenía cautiva a Valeria.
Bebió un sorbo del café, pero no le fue suficiente. Dio un
sorbo más grande, necesitaba que el líquido le quemara la garganta.
El vaso suspendido sobre su nariz y el aroma agridulce le
produjo satisfacción. Cerró los ojos apenas unos segundos y se quedó dormido.
Teo García era apenas un nene de 9 años cuando tuvo que salir a trabajar en la
calle. Sus padres vivían en la miseria, y siempre le recordaban que era él, la
razón de todos sus males.
Teo lleno de esa
culpa inducida, se iba de su casa a la mañana temprano a mendigar en el centro
de la ciudad y por la tarde se dirigía
unas horas al colegio, para luego seguir pidiendo limosna hasta los primeros
vestigios de la luna en el cielo.
Al llegar la noche, volvía a su casa, pero sólo lo que
recibía eran insultos y castigos. El dinero de
las limosnas nunca era suficiente para sus padres.
Ya cuando Teo tenía 10 años, la exigencia era mucho mayor y
de una manera solapada y hasta didáctica,
sus padres le enseñaron a robar, pero él trataba de no prestarles
atención.
Ante la negativa a cometer un crimen, a Teo le negaban la
comida, y una tarde exhausto luego de no
haber comido nada durante dos días, entró a una cafetería.
Hambriento y ofuscado, pidió
un café al empleado del local, que se negó a dárselo. Lleno de ira y
angustia, Teo empezó a gritar, hasta que divisó un cuchillo con el que un
cliente cortaba una porción de torta.
Se lo arrebató, y comenzó a amenazar al empleado que
nervioso y desesperado intentaba calmarlo y gritaba que alguien llamase a la
policía. De repente, cansando de la amenaza, el trabajador de aquella cafetería,
intentó quitarle el cuchillo a Teo. Forcejearon y el empleado cayó seco sobre
el piso, retorciéndose. El niño lo miró en shock: el hombre tenía clavado el
cuchillo en el medio del pecho. Estaba desangrándose.
Teo estaba en blanco, hasta que la sirena de la policía lo
despertó de su letargo. Varios clientes quisieron detenerlo, pero salió
corriendo del lugar con todas sus fuerzas.
La policía lo atrapó a unas cuadras de la cafetería,
intentado subir a un tejado.
A partir de ese momento, jamás volvió a ver sus padres y fue
a parar a un Instituto Reformatorio.
Allí las cosas no mejoraron, sino que empeoraron. Todo era
supervivencia, golpes, puñaladas. Teo, aquel niño de 10 años que se rehusaba a
cometer un delito a pesar de su difícil situación, se perdió para siempre.
En aquel reformatorio, se disfrutaba con hacer sangrar a los
otros, y él adquirió esa premisa como una forma de vida, como el motor de su
corazón y uno de sus más apasionantes placeres.
Pudo salir de aquel lugar cuando cumplió la mayoría de edad
y comenzó con un emprendimiento textil que había iniciado durante su “estadía”
en ese “centro de rehabilitación”.
El espíritu de supervivencia lo volvió cada vez más
paranoico, y empezó a reunir seguidores con los cuales realizaba trabajos para
eliminar gente que estorbara en sus negocios. Se instruyó en derecho, finanzas
y emprendimientos.
Delitos de sangre y estafas hicieron que la empresa textil
de, ahora García, fuera creciendo y acomodándose en el mercado. García y la
venta de ropa reunieron muchos millones
que fue usando para captar más seguidores, recurriendo a personas que
estuvieran en situaciones desesperadas.
Así fue como conoció a Augusto, un joven emprendedor cuyo
único local de heladerías estaba a punto de quebrar.
Le ofreció su ayuda y le pidió una prueba de confianza: utilizar
un agroquímico en fase de prueba de uno de sus nuevos negocios y que pronto
estaría en el mercado, en su campo. Augusto aceptó. Poco después Laura, la
mujer de Augusto se enfermó y murió.
García volvió a ofrecerle su ayuda a Augusto, luego de que
este, desesperado, tuviera que dejar a su hija con un asistente social, ya que
no tenía el dinero para mantenerla.
Ésta vez la misión de García, era “silenciar, bocones”,
según dijo. Augusto dudó unos momentos, pero no soportaría un segundo más sin
ver a su hija. Quebrado y corrompido cometió varios asesinatos y siguió
utilizando los agroquímicos que le suministraba García, para mantener su campo.
Ya era parte de “La Banda de Traje Negro”. A partir de ese momento, la
situación de Augusto no sólo mejoró, sino que su negocio fue todo un éxito.
Oficialmente García seguía
siendo un respetado y carismático empresario, pero no estaba contento con lo
que tenía, ni con sus negocios en las sombras. Necesitaba más: el poder le daba
el mismo placer que ver desangrarse a alguien.
Poco tiempo después se postuló a intendente del pueblo, aprovechando
su imagen y carisma, pero no convencido de que ganaría las elecciones, “La
Banda de Traje Negro”, volvió a atacar e hizo trampa en las urnas.
Teo García fue elegido nuevo mandatario municipal por amplio
margen. Su sed de poder había sido saciada, por ahora.
García se despertó de repente, le quemaba el pecho. Al
quedarse dormido, se había derramado el café encima. Ese olor, le recordó al
empleado que asesinó por accidente cuando tenía apenas 10 años. Pronto alejó
ese recuerdo de su mente, abrió la
puerta del auto y salió.
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