Eran las tres de la tarde. El sol brillaba imperante por las calles del barrio Tres de Febrero. Algunos nenes, aprovechando el horario de la siesta, salían a jugar con sus muñecos, pelotas y autitos.
El taxi frenó en el corazón del barrio, Federico y Valeria
se bajaron y comenzaron a caminar por el lugar. Valeria, todavía desconfiada,
pensaba en su cabeza vías de escape por si todo era una trampa. Tenía una
sensación rara en el pecho, que no le indicaba peligro, por lo que calmó un
poco sus ánimos.
Federico parecía haber salido de su letargo depresivo.
Estaba más animado. De un momento a otro tenía un lugar dónde vivir y tenía una
punta para encontrar a los asesinos de su padre, y aunque siempre lo negara
dentro suyo, le gustaba estar cerca de Valeria.
- ¿A dónde estamos yendo?- preguntó ella.
- A conseguir las pruebas que necesitás, para confiar en lo
que te digo- le contestó Federico.
Caminaron un par de cuadras, hasta que llegaron a una
plazoleta. La cruzaron, y del otro lado de la calle, tocaron timbre en una
casa. Esperaron unos segundos, hasta que la puerta se abrió.
- ¡Fede! Tanto tiempo, hijo. ¿Cómo estás? ¿Qué te trae por
acá? Nos enteramos que falleció tu papá. Lo sentimos mucho.- Julia tenía 54
años y vivía junto a su marido Fabricio. Ambos habían trabajado para Augusto,
pero los echó cuando los agroquímicos a los que estaban expuestos, comenzaron a
enfermarlos.
- Estoy bien Julia, no te preocupes. Necesito saber cómo
están vos y Fabricio. Sé que estaban laburando en la estancia de Augusto Lunini
y de un día para el otro no los vi más. Yo sé que él los echó porque se
enfermaron...- Fue directo Federico.
Valeria asomó la cabeza para ver la reacción de la señora.
Ella, al verla, quedó enmudecida y
pensando que Federico la había vuelto a secuestrar, y los quería como
cómplices, su semblante cambió. Se
volvió cortante y con la misma delicadeza que le había abierto la puerta a
Federico, le dijo que se fuera y que no volviera por el barrio.
Federico no se impacientó y siguió tocando puertas, pero las
familias del Barrio Tres de Febrero tenían miedo a las represalias. Pocos
podían trabajar por la enfermedad que habían contraído y no querían más
problemas con Augusto.
Eran las seis de la tarde cuando Federico recibió el último
portazo. Valeria ya no sabía que pensar. Si todo era otro plan para que ella
cayera, si la gente de verdad le tenía miedo a su papá, si de verdad estaban
enfermos, si de verdad había algo oscuro en la muerte de su madre.
- Voy a ir a un último lugar, pero vos te vas a quedar en la
plaza. Es acá a dos cuadras- le afirmó Federico a Valeria.- Quedate tranquila
que acá no te va a pasar nada-
Federico comenzó a caminar hasta una casa que quedaba recta
a la plazoleta donde había dejado a Valeria. Necesitaba con urgencia un
testigo, y aunque éste no fuera el mejor, era la única opción que tenía.
La puerta de la casa se abrió de par en par. Alfredo vio a
Federico y lo miró con desprecio y agradecimiento al mismo tiempo.
- ¿Qué querés pibe?- le dijo con rencor.
- No vine a armar quilombo, Alfredo. Necesito que me hagas
un favor. Necesito que le muestres a alguien las manos. Te necesito de testigo.
Alfredo le mostró las manos a Federico. Las tenía limpias.
No había ningún rasgo azulado en ellas. La enfermedad parecía haberse ido.
- ¿Te curaste?- se sorprendió Federico.
- Algo así- contestó Alfredo noqueando a Federico con una
manopla de acero que llevaba escondida en una de sus manos.
Valeria miró su reloj. Las siete de la tarde. Federico se
había ido hacía más de cincuenta minutos. El sol comenzaba a esconderse. Empezó
a alertarse. Los fantasmas del secuestro empezaron a asediarla. Empezó a correr
para salir de aquel lugar. Llamó un taxi y se fue.
Mientras Valeria se alejaba del barrio, Federico era
arrastrado inconsciente hacia un hangar abandonado.
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