Valeria tenía ocho años cuando su papá le regaló un cuaderno
con un candadito plateado. Él le dijo que allí podía escribir todo lo que
quisiera y que nadie podría leerlo porque
la llave del candado iba a quedar al cuidado de ella.
Valeria se entusiasmó con el regalo y eligió el lugar
perfecto para esconderlo.
Debajo de su cama, sobre la pared, había un adoquín falso
que ella usaba para guardar todas aquellas cosas que eran especiales para ella.
Estaba la foto de su mamá y también el suéter de lana que había heredado, y que
se lo pondría cuando no le quedara excesivamente grande.
Valeria escribía todos los días en su diario, al principio,
pequeñas frases, actividades que había hecho en el día, y con el correr del
tiempo fue volcando en el papel sus sentimientos más profundos.
Escribía lo mucho que extrañaba a su mamá, lo estricto pero
bueno que era su papá, y la incomodidad que sentía cuando “unos señores” de
negro iban de vez en cuando a la heladería a “hablar” con su padre. Siempre que
iban al local, le llevaban un regalo, pero ella les tenía mucho miedo a sus
sonrisas impostadas.
Escribía sueños como poder ir a Disney, o pesadillas como
quedarse sola y que uno de los nenes grandes que estaban en la casa donde vivía
cuando su papá no podía cuidarla, la tocara
por debajo de su ropa por más que ella le dijera que eso no le gustaba. Su
padre jamás se enteró de eso.
Con esas vivencias, Valeria creció y llegó a la
adolescencia. En el colegio era una alumna que no sobresalía por sus notas, y
llevaba una vida tranquila junto a su grupo de amigas.
A los 13 años le suplicaba a Augusto que la dejara salir de noche, que sus amigas ya iban a fiestas y
bailes solas. Pero Augusto no la dejaba. Hasta que una noche, decidió
escaparse.
Esperó a que su papá se quedara dormido y con una copia de
la llave que había hecho días atrás, salió por la puerta principal de su casa haciendo
el menor sonido posible.
Arreglada y con un vestido turquesa, se juntó con sus amigas
a la salida de un boliche, pero ella no pudo entrar.
Sus amigas le prometieron que darían una vuelta en el lugar
y luego se iban a reencontrar con ella a la salida, pero nada de eso ocurrió.
La espera fue eterna. Afuera de ese lugar había grupos de chicos que le
gritaban frases de índole sexual.
Después de una hora y media decidió irse de ahí, con tristeza, bronca e
impotencia.
Cuando llegó a su casa, hizo el mayor ruido posible y
descargó sobre el pecho de su padre las penurias que había sufrido esa noche.
Después de aquella salida rebelde, Augusto se volvió aún más
sobreprotector con su hija, lo que generó que ella perdiera las únicas
amistades que tenía. La protección se volvió una cárcel. Un mundo paralelo
dentro del mundo real. Así transcurrió Valeria su adolescencia. Él único además
de su padre que siempre estaba para ella, era Mariano, un chico que trabajaba
con su padre que siempre había estado enamorado de ella, y al que jamás vio como más que un amigo. Luego de su
secuestro a manos de Federico, Valeria se sintió conmovida ante la insistencia
y protección de Mariano, y terminó aceptando ser su novia, despúes de más de
mil pedidos.
El secuestro alertó a
Valeria. Tras su liberación, jamás volvió a ser la misma: estaba más
desconfiada, solitaria y rebelde. Comenzó a replantearse su vida y la gente que
la rodeaba.
Por alguna razón siempre le dieron miedo aquellos señores
que visitaban a su padre en la heladería cuando ella era chica. Por más que
buscara creer en su padre, eso no era normal y por más que ya prácticamente no
los viera, algo le hacía pensar que seguían frecuentando a Augusto.
Después del secuestro, no podía dejar de pensar en Federico
y la relación que éste tenía con su padre. Recordaba como Augusto quiso matarlo apenas
vio que Federico era su secuestrador, y cómo evadía las preguntas cuando
Valeria le preguntaba sobre él.
Un día, Valeria llegó temprano de hacer unos mandados y
Augusto estaba hablando con Mariano sobre la mamá de ella. Pudo escuchar que
Augusto decía que no se perdonaría jamás la muerte de Laura. Que era culpa
suya.
A partir de ese momento, las sospechas de Valeria cobraron
otro sentido. Ella volvió a cambiar. Necesitaba desenmascarar el misterio de la
muerte de su madre y saber si Federico estaba ligado a eso. Además de que por
alguna extraña razón quería tenerlo cerca.
En un trabajo minucioso que le llevó varios meses, le pidió
al juez de la causa de su secuestro, que Federico quedara a cargo de ella. El
juez, descreído, le negó el pedido varias veces, hasta que terminó aceptando
por la insistencia, pero con una condición: llevaría siempre con ella un botón
antipánico por cualquier eventualidad, ya que, el juez le recordó, quería tener
a su cargo a su propio secuestrador.
Y allí estaba Valeria, junto a Federico, el hombre que la
tuvo cautiva. Sentados frente a frente en un departamento. Tratando de develar
los misterios que a ambos envolvían.
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