Mariano siempre supo manejarse con la soledad. Nació en el seno de una familia de padres jóvenes, un par de adolescentes a los que la pasión les llevó una gran responsabilidad. La llegada de Mariano a la familia los sorprendió por completo, pero sus papás no lo dudaron, le dieron a su hijo todo lo que estuvo a su alcance.
Esta decisión, fue muy discutida por las familias de ambos,
ya que no querían terminar manteniendo un niño producto de una relación irresponsable.
Igualmente los padres de Mariano trabajaron muy duro y
pudieron conseguir una casa para vivir junto a su hijo, alejados de aquellas
voces que echaban por tierra sus decisiones.
Todo transcurría normalmente, y la felicidad comenzaba a
despegar. Mariano ya había cumplido los 3 años, cuando todo, en un segundo, se
esfumó.
Jamás se pudo determinar cómo fue que se originó el incendio
en la casa, ni por qué razón, los padres de Mariano murieron calcinados y el
niño de 3 años, no tuvo ni una sola lesión, a pesar de haber quedado en el
medio de las llamas.
En ese instante en que todo se consumió, Mariano perdió
todo: lo material, un techo dónde refugiarse, pero también la felicidad, y el
amor en el que vivía.
Nadie de su familia quiso hacerse cargo de él, incluso
cuando quedó solo y desamparado. El juez
de la causa, no tuvo más remedio que mandarlo a una institución donde estuviera
contenido, y tuviera un techo y comida, hasta que alguien pudiera adoptarlo.
A los 5 años, Mariano entendió lo que de verdad significaba
la vida, comprendió que debía convivir con la soledad y que las relaciones
humanas se basan en las necesidades y favores.
Creció en aquel lugar y aunque no estaba contento, podía
disfrutar de momentos esporádicos de felicidad junto a otros chicos parecidos a
él.
A los 6 años, fue adoptado por Ester, una señora de unos 60 años, que era
soltera y no podía tener hijos.
El cambio fue radical, Mariano empezó el colegio y siguió
creciendo junto a Ester, a quién jamás llamó “mamá”, sino “abuela”, quizás
recordando vagamente, con imágenes borrosas, que él tenía su propia mamá que lo
cuidaba desde el cielo.
Los años iban pasando y Mariano continuaba su vida
normalmente, entre el colegio, salidas y trabajos de verano.
A los 16 años, empezó a trabajar en una heladería a cargo de
Augusto Lunini, para ayudar a su “abuela” Ester, ya que no podía trabajar por
una lesión en la espalda.
En esos instantes la normalidad se convirtió en rareza, en un
cambio abrupto. Mariano se enamoró de la hija de su jefe, pero éste lo trataba
como a un hijo lejos de tener un trato hostil. Poco a poco, la vida normal de
Mariano se fue transformando en encargos a cambio de plata para agasajar a
Valeria, mandados extraños con paquetes sospechosos a hombres raros y de traje
negro, que lo trataban como si fuera el CEO de una empresa multinacional.
Un día, Esther, se enfermó y Mariano, que ya poco la
frecuentaba (vivía en un departamento solo, que se lo compró con el gran sueldo
que le daba Augusto), decidió trasladarla a un geriátrico, para que, según él,
pudiera tener una “muerte feliz y en paz”.
La última vez que Mariano vio a Ester, esa mujer que le
devolvió una vida alejada de la hostilidad y la soledad, fue en su entierro,
fue en aquel cajón, dónde irónicamente, él la dejó sola.
A partir de ese momento, a los 18 años, dejó atrás cualquier
vestigio adolescente, para calzarse el traje, la corbata, los anteojos y el negocio.
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