Intenso calor,
sudor caliente que recorre los confines del cuerpo. Un desierto con la extensión de un universo.
Arena por doquier que forman dunas. De repente, ves unos árboles a unos metros, a su lado un lago. Te emocionás, empezás a volar
hacia ese lugar, incluso cuando las piernas no responden.
Llegás, y justo cuando vas arrojarte en ese lago,
desaparece. Las sombras que proyectan los
árboles se disipan, todo ese lugar anhelado y soñado se extingue. Fue sólo un
espejismo en el desierto.
Digamos que la ilusión trabaja de la misma manera.
Inventa un mundo, una sensación, una objeto inanimado y hasta incluso una
persona. Un lugar perfecto, donde el dolor no existe, donde el sufrimiento no
existe, donde el esfuerzo tampoco existe. Sólo se es feliz.
Pero esa felicidad es edulcorada, no es algo real, algo
tangible.
El ser humano tiene la capacidad de soñar miles de
realidades al mismo tiempo, y sufrir por sólo una: la verdadera, la real. Aquella
por la cual es capaz de soñar su vida de infinitas maneras posibles.
“Si me diera bola…” “Si me eligiera a mí”. “Si tuviera
plata…” Todas realidades inventadas, paralelas, fomentadas por una ilusión que
trae un golpe seco contra el suelo, cuando llega la tan temida desilusión.
El dolor de afrontar la realidad es ilusionarse, crearse
un mundo perfecto donde se es feliz con sus seres queridos sin importar el
tiempo, la distancia y la situación. Ahí el vuelo se torna peligroso, porque se
vive una vida inventada, que no es real, que es lo que querés tener, poseer, pero que simplemente no existe
y eso duele.
El dolor de la desilusión es como una herida de muerte.
Duele hasta el alma. ¿Cómo que ese oasis en el desierto no existe? ¿Cómo que no
me va a dar bola? ¿Cómo que no tengo plata? Presos de una cárcel que el mismo
ser humano creó.
Lo mejor de la desilusión, de ese golpe seco contra el
suelo, es el despertar. Despertar a la vida. El saber que la realidad no se
puede inventar, pero sí se puede cambiar. Seguir caminando en el desierto,
hasta encontrar un oasis de verdad.
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