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- ¡Avada Kedavra!- exclamó Voldemort, mientras abatía a Harry con uno de los maleficios imperdonables, en el Bosque Prohibido.
El muchacho cayó seco sobre el suelo. Tenía la mirada
perdida, con lágrimas en sus ojos. Ya no respiraba. A lo lejos escuchaba la
carcajada del triunfo por parte de su asesino y archienemigo.
Interiormente, sólo veía una luz blanca que lo cegaba.
De pronto, se despertó. Estaba en una cama de hospital,
conectado a diversas máquinas. Frente a él estaban sus padres. James y Lily, lo
miraban emocionados, creían que ya nunca despertaría del coma, ocasionado por
una enfermedad que colapsó su actividad neuronal.
Harry, seguía siendo un niño de 11 años. Sus padres jamás
habían muerto, ni eran magos su mundo mágico, Hogwarts y Voldemort jamás habían existido, sus amigos
tampoco, la vida que llevaba sólo había sido un sueño, largo y aventurado.
Cuando finalmente pudo salir del hospital, comenzó su vida
normal, una vida muggle, sin viajes en escoba, ni en traslador, sin criaturas
extrañas, sin Ron, ni Hermione.
Por las noches, cuando se va a la cama, añora sus días en
ese mundo tan mágico y lleno de historias, pero
sus sueños no le permiten regresar.
Cuando apaga la luz de su lámpara, para por fin dormir, mira hacia la ventana y nota que un hombre muy
viejo de pelo largo y canoso, con barba de iguales características, le sonríe.
No siente miedo, lo reconoce y sabe que ese hombre lo protegerá para siempre.
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