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Mariano atravesaba la ruta en su auto como un rayo para llegar a destino.
Miles de sentimientos se agolpaban en su mente, pero eran acallados por la adrenalina del momento: el debate entre ser un héroe o acabar muerto a manos de los secuestradores de la chica que tanto quería.
De pronto clavó los frenos del auto, que derrapó un poco y se incrustó contra la tranquera de la estancia.
Bajó del auto como pudo, aún algo aturdido por la “llegada” al lugar. Estaba anocheciendo y aquella era una zona donde abundaba la tranquilidad que a Mariano le generaba cierta tensión.
Caminó con dirección hacia la casa, tratando de no hacer ruido (como si los secuestradores no hubieran escuchado semejante frenada frente a la tranquera), le pareció ver luces que se movían y se escondió detrás de un árbol, afortunada y desafortunadamente el único que había en ese lugar.
El corazón le latía como si intentara escapar de su cuerpo. Trataba de respirar lo justo y necesario.
Cuando las luces parecieron alejarse, salió de su escondite y caminó pausadamente por entre algunos yuyos.
Finalmente, entre pasos cortos y grandes zancadas, Mariano logró llegar a la casa, no podía gritarle a Valeria que estaba allí porque lo oirían y sería carne para lobos, entonces comenzó a buscar con la mirada algún ventiluz o ventana para poder colarse e intentar ser el héroe que siempre le había querido mostrar a Valeria, pero que nunca había logrado.
Cuando encontró una ventana, respiró hondo, se hizo la señal de la cruz y se dispuso a trepar, pero…
- ¡Las manos donde pueda verlas!- le dijo alguien que le apuntaba con un arma en la espalda.
Mariano, ni siquiera se dio vuelta, vio su vida pasar frente a sus ojos, lo último que escuchó fue un disparo seco tras de sí.
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