Desde que el ser humano nace y va tomando conciencia de la vida va buscando su tesoro, esa magia que llama felicidad.
Es su primordial misión en La Tierra: ser feliz, porque
eso aporta alegría y vitalidad. Es un motor que funciona hasta el fin de toda
esperanza y vida.
La búsqueda de aventuras,
tiene un solo objetivo, encontrar el cofre del tesoro: aquello que los
hará felices por siempre.
Y así se transcurre la vida, buscando incansablemente el cofre
que contiene esa “felicidad inacabable”.
Pero en un momento determinado del camino, el ser humano
se da cuenta de que ese cofre del tesoro con “felicidad infinita” no existe tan
mágicamente como lo idealiza.
Ahí comienza el renacer. Ese instante donde por fin se
toma conciencia de que la felicidad no es un estado infinito de risas y de
alegrías todo el tiempo, todos los días y hasta la eternidad, sino que una
parte. Una parte de un segundo, de un minuto, de una hora, de un día, de un
mes, de un año. Una ínfima parte en toda la vida.
Ese cofre del tesoro puede ser ver
sonreír a alguien, o tal vez el nacimiento del primogénito, o quizás apoyar
dulcemente los labios sobre los del ser amado.
El cofre del tesoro existe sólo dentro del ser humano y
espera paciente el momento de ser abierto y bañar con felicidad esos pequeños
momentos de la tan ajetreada vida.
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