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Augusto sollozaba dentro del móvil policial
que lo dirigía a la comisaría del pueblo, donde luego debería declarar y sería
trasladado a una unidad de máxima seguridad a la espera del juicio en su contra
por los agrotóxicos en sus campos.
El empresario no paraba de llorar y comenzó a
rezar. No le imploraba a Dios la reducción de su castigo, sino que salvara a su
hija. Augusto no era un hombre de fe, pero en esas circunstancias rezó como
nunca antes en su vida. Rezó como no lo hacía desde que su mujer había
fallecido.
- Sé que soy el tipo más horrible del planeta,
que hice cosas terribles, cosas de las que en algún momento me arrepentiré, sé
que yo no tengo remedio alguno y voy a pagar cada una de las que hice en este
mundo, pero de lo que hoy estoy seguro y
será una cruz que llevaré toda la vida, es no haber cuidado bien a mi hija, de
no haberle evitado toda esta mierda. Te pido, te imploro que la salves y te
prometo que nunca más en la vida va a saber algo de mí. Va estar mejor sin mí-
hablaba en voz alta Augusto. Los policías sólo observaban el camino, callados.
- 1, 2, ¡despejen!- gritaba el médico que con un desfibrilador intentaba reanimar a Valeria. Federico ya no estaba dentro de esa ambulancia. Se sentía en un lugar oscuro, sólo, frío, totalmente desamparado, como cuando habían asesinado a su padre.
De pronto, un sonido lo sacó de su letargo en
el medio de la oscuridad. El aparato que captaba el pulso de Valeria, comenzó a
sonar con rítmica. Federico miró la pantalla y el dibujo de las ondas en el
artefacto volvieron a traerlo de nuevo a aquella ambulancia.
- ¡Ey, pibe! Logramos estabilizarla, ya
estamos por llegar al hospital- le anunció uno de los médicos. Federico lo miró
y sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas.
Por fin, el vehículo giró sobre la calle
principal y llegaron al hospital. Rápidamente todos bajaron de la ambulancia y
ayudaron a trasladar la camilla con Valeria. Federico y los médicos entraron
como una tromba por la guardia de emergencia del lugar y recorrieron distintos
pasillos, hasta que llegaron a una zona con una gran puerta que tenía un
cartel: “Terapia intensiva”. Los médicos que llevaban a Valeria junto a
Federico, le dijeron que esperara afuera y que pronto tendría novedades.
Federico quiso oponerse, pero los médicos ya
habían entrado con la camilla dentro de la habitación.
- Te voy a estar esperando, Vale…- balbuceó él,
aún muy movilizado con todo lo que habían vivido en apenas unas horas.
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